Soy un ávido aficionado de las caminatas. No solo por deporte o pasatiempo, sino por lo revelador que puede resultar acerca de un sinfín de cuestiones sociales e históricas. Recorrer el Área Metropolitana de Monterrey, en particular, es explorar la historia de una urbe que ha pasado por épocas de suma agitación o de florecimiento de una cultura más o menos aceptada por la mayoría de los regiomontanos. Permítanme explicarme mejor.
Las tres fundaciones de Monterrey tuvieron lugar en el último cuarto del siglo XVI. Pero antes de eso, indígenas coahuiltecas y huachichiles habían habitado el valle por miles de años, atravesando el territorio dependiendo de la estación del año en busca de fuentes de agua y alimento. En el vasto espacio norestense, Monterrey era un oasis verde y templado para la población humana, con abundancia de agua. ¿Qué queda de esta época? Habiendo sido nómadas los coahuiltecas, ninguna construcción humana; lo que sí queda son ríos, arroyos y cerros. La vista tuvo que ser espectacular.
Luego se da el periodo colonial, del siglo XVI a principios del XIX; naturalmente, el centro de la vida social y las instituciones políticas más importantes eran la Iglesia y el Estado, de modo que las construcciones que nos han sido legadas de estos tres siglos son templos y edificios administrativos. La Catedral, el Antiguo Palacio Municipal, los primeros templos del Roble y de la Purísima, la Casa del Campesino (antes del Gobernador), la Capilla de Doña Mónica Rodríguez. Debido a su relevancia, éstas eran las únicas edificaciones que valía la pena construir —en el pensamiento de la época— en materiales no perecederos.
Pero en el siglo XIX hay un cambio muy interesante. Con las independencias americanas y el acercamiento de la frontera texana (debido a la pérdida de territorio nacional), se abre el comercio internacional y se establece una burguesía regiomontana que al cabo de unas décadas, emprendería la aventura industrial que revolucionaría el noreste del país. Entonces ya no construimos iglesias: construimos fábricas y todo lo necesario para su funcionamiento. La Cervecería Cuauhtémoc, la Fundidora, el Banco Mercantil, la Estación del Golfo, la Colonia Independencia (para que vivan los obreros y sus familias), el Casino Monterrey (para la socialización de la clase empresarial).
El siglo XX sería diferente. Si bien la primera mitad continuaría la expansión industrial y la inauguración de cada vez más fábricas, muy pronto el cabildo y el ejecutivo estatal se darían cuenta de que la ciudad comenzaba a dar señales de metropolización. Entonces hacían falta inversiones mayores en infraestructura. Vemos nuevos edificios administrativos, como el Palacio de Gobierno, el Antiguo Palacio Federal, el nuevo Palacio Municipal; nuevos mercados, como el Juárez; campus universitarios, como el de la UANL y el del ITESM; modernas avenidas, como las calzadas sampetrinas; nuevos puentes y túneles, como el del Papa y el de la Loma Larga; las líneas de Metrorrey; vivienda social en los Condominios Constitución, así como decenas de nuevas colonias que se estiran en todos los rumbos alrededor de los cerros originarios.
¿Y qué clase de ciudad estamos construyendo en el siglo XXI? ¿Para quién? ¿Cuáles son nuestras ideas y objetivos como ciudad, como área metropolitana, como estado? Salga usted a caminar y verá que lo que más construimos actualmente son torres. Cada pocos años superamos el récord de mayor altura; hoy lo detenta la Torre Obispado. Envidiamos el skyline de las ciudades estadounidenses y nos decimos que podemos ser “el Nueva York de México”. Altos complejos apartamentales que se establecen en barrios céntricos, desplazando a los habitantes locales en favor de grupos más pudientes y colapsando las redes de agua y electricidad así como las vialidades, obstruyendo la vista hacia los cerros que por miles de años habían sido el paisaje propio de este espacio.
Las narrativas que consumimos y aceptamos influyen en nuestro pensamiento político, incluso más que nuestros valores morales. La narrativa del Monterrey cosmopolita favorece este tipo de desarrollos, pero quienes más pierden son, como siempre, los de abajo, el medio ambiente, el patrimonio histórico que se derrumba y las futuras generaciones. Hagamos parte de nuestra narrativa los preciados ecosistemas acuáticos y forestales, el valor de la comunidad por encima del individualismo, y que habitamos una ciudad histórica con un patrimonio que vale la pena preservar ante la voracidad del presente.
Centro de Estudio Políticos y de Historia Presente | Todos los Derechos Reservados 2024 | Aviso de Privacidad | Designed by: bioxnet